Suelo dormir como un lirón, unas ocho o nueve horas cada noche. Pero este verano, no se porqué, varias veces me desperté a las tres de la madrugada, sintiendo como si la noche tokiota me hubiera estado aplastando las entrañas mientras soñaba, y luego ya no podía volver a conciliar el sueño.
Si no puedo dormir me suelo tirar en el sofá a leer libros con la puerta del balcón abierta hasta que la luz del amanecer rompe la noche tokiota. Una de esas noches de insomnio no estaba tranquilo en el sofá, tras leer dos líneas perdía la concentración. Una extraña inquietud había invadido mi cuerpo.
Sin poder estarme quieto ni en la cama ni en el sofá, un impulso misterioso me hizo salir de casa e inicié un largo paseo cruzando varios barrios del centro Tokio. Era una noche húmeda y calurosa, al poco de empezar a caminar ya estaba sudando a chorretones.
Los barrios de Shinjuku, Roppongi o Shibuya, allí donde la luz de los neones apenas deja ver la oscuridad del cielo, están concurridos 24 horas al día. Incluso a las tres de la madrugada tienes que ir esquivando a gente por las aceras, la mayoría de ellos borrachos saliendo y entrando en locales nocturnos. Pero en el resto de Tokio una cortina de silencio deja descansar a la ciudad y pasear por sus calles es como explorar un planeta alienígena en el que tras aterrizar de das cuenta de que sus habitantes están hibernando en sus casas.
A las tres y pico de la madrugada me encontraba en Chiyoda-ku caminando por el borde de la fosa de agua que rodea el Palacio del Emperador. Un gato salió corriendo de detrás de un matorral y cruzó la calle hacia Jimbochō. A lo lejos un aura de luz rojiza resplandecía flotando en el cielo por encima de los rascacielos de Marunouchi, es el reflejo de la ciudad proyectándose en las nubes de humedad que la cubren. Más hacia el sur se vislumbra la silueta anaranjada de la Tokyo Tower.
Un rato más tarde, tras cruzar el puente de Ichigaya, pasé por delante del Ministerio de Defensa, donde Yukio Mishima se suicidó siguiendo el ritual del seppuku (harakiri). Conforme avanzaba por el borde del muro del Ministerio de Defensa oí truenos en dirección a Shinjuku y relámpagos comenzaron a quebrar el cielo. Era una tormenta de verano, de esas que van y vienen en cuestión de minutos, aquí las llaman “lluvias de guerrilla” ゲリラ豪雨.
Cuando llegué al cruce de la avenida Shinjuku-dōri en Yotsuya recordé una escena de la novela Nieve de primavera de Yukio Mishima. En ella, Kiyoaki y Satoko están practicando caligrafía tradicional shodō y copian con sus pinceles estos dos poemas de la antología de los Cien Poemas waka:
Siento la fuerza del viento
cuando las olas rompen contra las rocas
gastadas por la soledad;
sueño con los días pasados.Cuando el día da paso a la noche
y los guardias atizan el fuego,
los recuerdos de otros tiempos
se avivan dentro de mí.
Tuve suerte y la tormenta no llegó a mi, iba en dirección contraria y los truenos se escuchaban cada vez más lejanos.
Llegando a Shinanomachi me encontré con el Estadio Olímpico emergiendo sobre el resto del asfalto, su silueta es un disco gigantesco que dibuja una curva oscura en el cielo. Di una vuelta entera a este Estadio Olímpico nuevo, acabado de construir al final de la primavera, pero todavía sin estrenar porque un virus no nos dejó. En él se iban a cumplir los sueños de miles de atletas de todo el mundo y millones de espectadores iban a disfrutar del espectáculo este verano.
Conforme daba la vuelta al estadio, pensé algo superficial y absurdo pero que describía la situación del momento con precisión ingenieril: “Pagué impuestos como otros millones de personas para ayudar a construir este estadio, ahora me sirve para darle la vuelta en solitario cuando no puedo dormir.” Un atisbo de tristeza me invadió al pasar por delante de los anillos olímpicos, no debería ser yo el que está dando vueltas a este estadio en el verano del 2020.
Junto a los anillos han abierto un pequeño parque en el que han instalado las antorchas olímpicas de las Olimpiadas de Tokio 1964 y Nagano 1998. La de Nagano me trajo dulces recuerdos de mis viajes a Karuizawa (Nagano). Más allá de los anillos, las antorchas y del estadio, se ve una aureola violeta flotando en el cielo, es la luz de la NTT Tower en Yoyogi proyectándose en el cielo.
Me despedí del estadio, perdiéndome otra vez en las callejuelas de Shinjuku. Los truenos ya no se oían, y el resplandor de los rayos era cada vez más tenue y lejano. En Shinjuku-sanchōme, donde el asfalto está viejo y desgastado, la lluvia había llenado los huecos de agua. Fui esquivando los charcos, en algunos de ellos se proyectaban reflejos multicolor de la luz de las máquinas expendedoras de bebidas. De vez en cuando la peste de las alcantarillas de Shinjuku me atufaba haciendo que acelerar el paso.
Ya cerca de la estación, justo encima de mí escuché el runrún de un transformador instalado en poste de la luz medio torcido. Alcé la vista y un cuervo llegó volando hasta posarse en la punta del poste. Su graznido invocó a otros cuervos que también comenzaron a graznar rompiendo con el silencio de la noche.
Como si quisiera cantar al unísono con los cuervos, oigo el tracatrá de un tren de la Yamanote que comienza a dar vueltas al centro de Tokio.
Levanté la vista, una claridad tenue anunciaba el amanecer.
Tokio despierta.