Para romper con la rutina que nos ha impuesto el covid-19 llevo meses dando paseos todos los días por los barrios del centro de Tokio. A veces me meto en templos y jardines, pero lo que más me atrae es callejear perdiéndome en el laberinto tokiota.
Los primeros meses del año pasado las calles estaban prácticamente desiertas pero poco a poco vuelven a estar concurridas, eso sí, casi todos con la mascarilla.
Cada vez que paso por delante del solitario estadio olímpico, terminado de construir para las olimpiadas del «2020» que todavía no se celebraron, es un recordatorio de que incluso aquello que consideramos que va a suceder con «certeza» en el futuro, quizás no suceda.
Los ginkgos en otoño, cuando se tornaron amarillos, estuvieron tan bellos como siempre.
Perdido en las calles de Ichigaya me encontré con un santuario diminuto. En una fuente crecía una flor desde dentro de una caña de bambú.
Tras un día de tormenta, una chica limpia la tapa de una alcantarilla, adornada con un el arte de Umino Chika, usando con pañuelos de papel.
Un hombre se detiene a hacer una reverencia frente a un santuario sintoísta cerca de Waseda.
Adorno de un gato cerca de Omotesando.
En la entrada de Meiji Jingu han cambiado las ilustraciones para adaptarse a los tiempos de covid.
No solo Meiji Jingu, las calles están llenas de recordatorios.
Una máquina expendedora adornada con Pikachu.
¿Un monje volador?
En Tokio estamos teniendo un invierno templado y parece que la primavera se quiere adelantar.