Hoy se cumplen once años desde que aterricé por primera vez en Japón. Mis primeros recuerdos de la llegada se diluyen en los confines de mi mente convirtiéndose en impresiones que aparecen y desaparecen como luciérnagas en una noche veraniega. Como si fueran senko hanabis apagándose en mis manos recordándome la inevitabilidad del paso del tiempo.
Chavales en Yoyogi jugando con senko hanabis
Dicen que si cambias de cultura cuando ya has vivido varias décadas nunca terminas de adaptarte. Puedes dominar a la perfección el idioma pero para conectar al 100% con los locales parece que es clave compartir experiencias desde el principio de nuestras vidas.
Los veranos en la casa de «mis abuelos» en el norte de Saitama o en las afueras de Nagoya en los años 80 y 90 nunca existieron, es algo que nunca compartiré con mis amigos japoneses. Ir a una escuela japonesa o a un instituto de secundaria es algo que solo viví a través de leer manga. La televisión y cultura popular de los 80 y 90 japonesas solo las puedo rememorar usando Youtube. Son cosas que nunca viviré.
Así es el verano de los adolescentes japoneses visto a través del anime y videojuegos.
Pero no me importa, no cambiaría por nada del mundo mis recuerdos de los veranos Españoles. En las montañas en casa de mis abuelos, viendo capítulos de «Verano azul», quemándome en la playa, haciendo castillos de arena, viajando en un coche sin aire acondicionado, comprando el pan con 25 pesetas, haciendo amigos de verano, paseando por el campo con mi familia, tomando el aperitivo a mitad de mañana, la comida de la abuela, jugar con los prim@s…
Así eran mis veranos en Calpe.
Prefiero no adaptarme nunca del todo y mantener una doble cultura o doble mente japonesa-española. Los últimos años he notado que mi vida de antes de Japón y la de ahora se van fusionando en una única entidad, poco a poco siento que no tengo la necesidad de separar en un antes y un después, que todo se convierte en un continuo de memorias que van conformando mi ser dual.
Recuerdo la sensación de mirar a través de la ventana en el tren de camino a Tokio y sentirme como un explorador avanzando por un territorio desconocido. Rememoro el instante en el que salimos a la calle de Tokio por primera vez y el terrorífico calor húmedo de Kanto penetró dentro mi piel. Recuerdo la extrañeza con la que respiré el olor del verano tokiota al que tan acostumbrado estoy ahora.
Llegué exausto a la residencia de empleados en Ogikubo, donde iba a pasar mi primera noche en Japón. Fujishiro me recibió con una sonrisa y me guió al salón comedor donde me sirvió un vaso enorme lleno de cubitos de hielo. Sentí frescor, alivio y relajación al ver que por fin había llegado a mi destino. Me senté en el tatami junto al vaso lleno de cubitos. Miré por la ventana al jardín cubierto por cañas de bambú.
Observaba a mi alrededor con la curiosidad de un niño, analizando todo lo que me rodeaba. Junto a la mesa había un revistero lleno de periódicos y revistas con chicas en bikini en las portadas. Un ventilador movía las hojas de las revistas cada vez que rotaba. Me pregunté si habría fotos en el interior pero más tarde descubrí que eran revistas con manga y las fotos de mujeres ligeras de ropa eran solo para llamar la atención.
Después de interminables horas de viaje y sudar como un cerdo caminando bajo el Sol, lo único que quería era algo para beber y meterme en la cama. Esperaba algo refrescante y dulce en aquel vaso lleno de cubitos. Pero Fujishiro trajo una botella de una especie café sin azúcar y con añadidos raros de esos que se inventan las embotelladoras japonesas.
Llenó mi vaso con el líquido oscuro que salía de aquella botella, tenía una pinta deliciosa. Pero di un sorbo y me supo a melocotón seco sin azúcar. ¡Puajjj! La decepción fue tal que aquel sorbo se ha convertido en el recuerdo que brilla con más fuerza dentro de mi de aquellas primeras horas japonesas. El poder del sabor de algo que no esperaba, de una experiencia y sensación nuevas y desconocidas es lo que se ha quedado conmigo.
Tenía tanta sed y Fujishiro me miraba como si estuviera esperando a que me terminara el café para guiarme hasta mi habitación que aun disgustándome el sabor me lo bebí entero. Como si fuera Neo tragando la pastilla roja delante de Morfeo.
Aquel café con hielo marcaba el final del viaje y el comienzo de mi vida en Tokio. Marcaba el principio de mi dualidad japonés-española.
Esta foto la tomé la primera vez que fui a una playa en Japón con mi camarita de HP de 2.1 megapíxeles.
¡A disfrutar de las últimas tres semanas de verano, mi estación favorita del año!
Anotaciones relacionadas: